jueves, 1 de febrero de 2007

CUENTOS DE AREQUIPA, PERU Y EL MUNDO

LA CRIPTA DE LA CATEDRAL

Por: John Wyndham.

-El pasado parece aquí tan cerca… -observó Clarissa, pensando en voz alta-. Como si no se hubiese esfumado en la historia.

Raymond asintió. No habló, pero la joven sintió que la comprendía y que, como ella misma, sentía la carga de la antigüedad aplastando la ciudad española.

-La mayoría de nuestras ciudades cambian constantemente –continuó la muchacha, de forma semiinconsciente y elaborada-, alejando de sí el pasado en beneficio del progreso. Y existen algunas, como Roma, verdaderas ciudades eternas que prosiguen majestuosamente su ruta, absorbiendo los cambios cuando se producen. Pero esta ciudad no es de esta clase. Aquí el pasado parece…, parece arrogante, como si batallase contra el presente. Está decidida a conquistar todas las fuerzas modernas. Mira esto, por ejemplo.
El coche, nuevo y reluciente, se hallaba delante de la portalada de la catedral. Un sacerdote lo bendecía con la mano en alto, mientras murmuraba unas plegarias para el bienestar y la salvaguardia de sus ocupantes.

-Lo está encomendando a la custodia de Dios y de san Cristóbal, el patrono de los automovilistas –le explicó Raymond-. En nuestra patria se dice que los coches vacían las iglesias; aquí incluso llevan los coches a los templos. Tienes razón, querida: el pasado no quiere ceder sin ofrecer resistencia.

El automóvil, obtenido el beneplácito celestial, siguió su camino y con él desapareció todo vestigio del siglo XX. El sol de la tarde iluminaba una escena completamente medieval. Inundaba la parte occidental de la catedral, tornándola de gris en rosa, convirtiéndola en algo más que en piedra sobre piedra, en algo que vivía descansando eternamente. La frágil belleza de las cosas vívidas residía en aquellos alanceamientos góticos que parecían elevarse hasta el cielo. Aquellos encajes y filigranas, aquella magnifica aspiración no podía absorber el arte y la existencia del hombre y, sin embargo, seguía siendo mera piedra. Algo del alma de sus arquitectos viviría eternamente entre aquellas torres.

-Es hermosísima. -susurró Clarissa-. Me hace sentirme pequeña…, casi asustada.

Sobre el oscuro portal se extendía una hilera de santos de piedra a lo largo de toda la fachada. Más arriba, un ventanal puntiagudo miraba como el ojo ciego de un cíclope. Aún más arriba las gárgolas
ascendían hacia el sol, manteniendo su incesante custodia sobre los demonios. La catedral era una fantasía de la fe; el espíritu, tanto como las manos, había ayudado a su construcción: un sueño de piedra sobre unos cimientos de almas.

-Sí…, es muy hermosa –corroboró Raymond.

Avanzó hacia las abiertas puertas. Clarissa, colgada de su brazo, dio un paso atrás sin saber por qué. La belleza puede ser pavorosa…, ¿pero puede por sí sola producir una profunda sensación de terror?

-¿Entramos? –preguntó.

Su esposo captó su tono y la miró con leve sorpresa. Raymond se doblegaba a cualquiera de los deseos de su mujer. Para él, el mundo no contenía nada más querido que Clarissa, y aún lo era más al cabo de tres semanas de matrimonio.

-¿No quieres? ¿Estás cansada?

Clarissa trató de rechazar sus temores; en realidad, no eran dignos de ella. Además, se veía claro que Ryamond deseaba entrar.

-No. Claro que debemos visitarla. Dicen que el interior es todavía más fascinante que la fachada.

Pero mientras penetraban en el interior del templo, sumido en una grata penumbra, la inquietud de la joven volvió a presentarse. Unos temores etéreos parecían rodearla y penetrarla, reales aunque impalpables. Se apretó contra Raymond y su firme realidad, tratando de compartir su admiración por los cuadros, las capillas y las imágenes. Juntos contemplaron el enorme y brillante crucifijo que parecía estar suspendido del distante techo, pero la mente de Clarissa no estaba atenta a los comentarios de su joven marido. Pensaba en lo sosegado y solitario de aquel gran monumento. De vez en cuando, veía moverse una o dos formas tan silenciosamente como fantasmas, unos puntitos de luz brillaban lejos, en los oscuros rincones, como estrellas temblorosas en la negrura del espacio. Flotaba por doquier una sensación de paz, pero no la paz de la tranquilidad…
Atravesaron la catedral hacia las capillas laterales donde Raymond se interesó prolijamente en la decoración y los ornamentos. Transcurrió algún tiempo antes de que levantase la mirada y observaba la palidez de su esposa.

-¿Qué te pasa? ¿Estás enferma, querida?
-No –le tranquilizó ella-. No, me encuentro bien.

Era cierto. No le ocurría nada, aparte de aquel arrollador deseo de volver a la familiaridad del ruido, la agitación y la gente.

-Bien, tendremos que marcharnos –dijo Raymond-. Deben estar a punto de cerrar.

Volvieron al pasillo central, en dirección a la salida. El sol se estaba ya poniendo y su luz era muy tenue. Las luces del interior del templo también eran escasas y débiles, pálidos cirios y una o dos lámparas votivas. El ventanal central no era más que una sombra; la forma del portal era invisible. Descuidadamente, Raymond apretó el paso. Clarissa se aferró más fuertemente de su brazo.

-Seguramente no habrán… -empezó a balbucir el joven, pero dejó sin acabar la frase cuando vieron que la doble puerta estaba cerrada.
-No habrán reparado en nosotros, cuando nos hallábamos en una de las capillas –exclamó Raymond con más animación de la que sentía-. Bien, tendremos que llamar.

Pero el ruido de sus puños al aporrear las macizas puertas resultó infantilmente fútil. Aquellos golpes, pese a su fuerza, apenas podían oírse a través de los sólidos maderos. Gritaron los dos a la vez. Sus voces se perdieron en resonancias bajo las bóvedas. El sonido, yendo de pared a pared volvió a ellos, distorsionado, fantasmal.

-No… -le imploró Clarissa-, no grites más. Me asustas.

Raymond calló al momento, pero no quiso admitir en voz alta que también él se asustaba del eco como si estuvieran perturbando cosas que deseaban dormir.

-Tal vez haya otra salida por alguna parte –sugirió con poca esperanza.

Sus tacones resonaron también fuertemente sobre las losas, en su búsqueda. Clarissa ahogó un poderoso impulso de andar de puntillas. Todas las puertas que probaron parecían estar aseguradas con pesados cerrojos, los últimos siempre más resistentes y firmes que los anteriores. Pudieron abrir algunas puertas, pero ninguna conducía al exterior.

-Encerrados –reconoció Raymond enojado cuando volvieron a hallarse delante de la puerta principal-. Todas las salidas están bloqueadas. Temo que nos hemos quedado prisioneros.
Sin convicción, aporreó de nuevo la puerta.

-Pero no podemos quedarnos aquí…

La voz de Clarissa sonó implorante, como una niña que suplica no quedarse sola en la oscuridad. Raymond rodeó su cintura con el brazo y ella se aplastó materialmente contra él.

-Pues es lo que tendremos que hacer. No hay forma de impedirlo. Al fin y al cabo, podría haber ocurrido algo peor. Estamos juntos y completamente a salvo.

-Sí, pero… ¡Oh, bueno, supongo que soy una tonta por estar asustada!
-No tienes nada que temer, cariño. Mira, podemos volver a aquella capilla y ponernos lo más cómodos que podamos, olvidando que existe la vida exterior. Hay cojines en unos sitiales que utilizaremos como almohadas. Como he dicho, hubiera podido ser peor.

Raymond se despertó de repente gracias a un leve movimiento de Clarissa que estaba reclinada contra su brazo.

-¿Qué pasa? –murmuró adormilado.
-¡Chist! Escucha…

La joven escrutó el rostro de su marido cuando éste obedeció, temiendo en parte que él no oyese el ruido, pero esperando, sin embargo, que le demostrase que se trataba de una alucinación auditiva. Raymond se incorporó sobresaltado.
-Sí, lo oigo. ¿Qué diablos…? –consultó su reloj. Era la una y media-. ¿Qué pueden estar haciendo a esta hora?
Escucharon unos instantes en completo silencio. El confuso rumor, procedente de afuera, se aclaró en un canto de absoluta solemnidad. No podían entender las palabras, pero sí la armonía que se elevaba y disminuía como el rumor del lento y embravecido oleaje.
Raymond medio se levantó. Clarissa le asió del brazo, implorante la voz.

-No, no…, no vayas… Es… -calló. Ninguna palabra podía expresar sus sensaciones. También él intuía una especie de aviso. Volvió a dejarse caer sobre el asiento.
Las voces se aproximaban lentamente. El canto proseguía. Ocasionalmente, se elevaba hasta un sonoro acorde para volver al ininterrumpido tono monocorde.
Los dos jóvenes fueron avanzando hasta que sólo un banco de alto respaldo les ocultó de la nave central. Se acurrucaron, atisbando en la penumbra.
Pasó la lenta procesión. Primero, los acólitos con incensarios balanceantes, detrás el portador de una cruz, luego una figura solitaria vistiendo un ropón y caminando delante de una docena de monjes de hábitos pardos, que salmodiaban, sus semblantes apenas iluminados por las luces de los cirios que sostenían. Después, las hermanas de una Orden de hábitos negros, brillantes sus caras, blancas como el papel, como surgiendo de la oscuridad. Otros dos monjes, sujetando con unas cuerdas a una monja solitaria…
Era joven, no sin edad como las demás, pero la hermosura de su rostro estaba bañada en angustia. Relucientes lágrimas de temor y desdicha resbalaban de sus pupilas, cayendo sobre sus ropas. No podía secárselas ni ocultar su rostro ya que tenía los brazos fuertemente atados a la espalda. De cuando en cuando, su voz se elevaba en un clamor asustado por encima de los cánticos. Era un débil grito que se ahogaba en su garganta. Lanzaba miradas a diestro y siniestro y movía la cabeza para mirar a su espalda con inútil desesperación. Dos veces trató de retroceder, tirando sus brazos de las cuerdas. Los dos monjes que la conducían, resistieron sus esfuerzos obligándola a continuar avanzando. Cayó una vez de rodillas, moviendo los labios y contemplando la inmensa cruz que colgaba del techo. Imploraba piedad y perdón, pero las cuerdas la arrastraban implacablemente.
Clarissa se volvió horrorizada hacia su marido. Vio que también él había comprendido y sabía que rito iba a cumplirse. Murmuró algo en voz demasiado baja para que ella lo oyese.
La lenta procesión con su sucesión de cirios se acercó al altar. Todos fueron realizando una genuflexión antes de torcer a la izquierda. La desesperación pareció haber alejado hasta la última brizna de esperanza de la joven monja cuando pasó, cayendo. Raymond estiró el cuello para ver desaparecer la procesión por una puertecita lateral. Luego se volvió a su esposa y le cogió una mano. Ninguno de ambos habló.
Clarissa estaba demasiado emocionada para hablar. Una monja que había quebrantado sus votos. Sí, sabía qué castigo le aguardaba. La pondrían… Se estremeció y asió con más fuerza la mano de Raymond. No podían…, no podían hacerlo. Ahora no. Tal vez cientos de años atrás, sí..., ¡pero no ahora! Mas el recuerdo de sus propias palabras volvió a su mente:
“El pasado parece aquí tan cerca…”

Volvió a estremecerse.
Unos rumores se filtraron por la puertecita hasta la catedral.
Un débil y breve jadeo. Algo entre un estertor y un chillido; una voz que habló luego con sonoro, majestuoso acento:

- In nómine patris, et filii et spiritus sancti…

Un chasquido ahogado. El sonido de la llana sobre la piedra. Clarissa se desmayó.


- Se han ido –le estaba diciendo Raymond-. ¡Vamos, de prisa!
- ¿Qué…? –Clarissa todavía estaba aturdida, demudada.
- Ven conmigo. Todavía podemos salvarla. Allí debe de haber un poco de aire.

Estaba apremiando a Clarissa por la muñeca, arrastrándola fuera de la capilla, hacía la pequeña puerta.

- Pero si vuelven…
- Te repito que se han ido. Les he oído asegurar los cerrojos del portal.
- Pero… -Clarissa estaba aterrada. Si los monjes descubrían que ellos habían sido testigos… ¿Qué pasaría?
- ¡De prisa, o será tarde!

Raymond cogió un cirio de altar y empujó la puerta. Por su tamaño era muy pesada y se abrió lentamente. Raymond descendió apresuradamente los escalones de piedra con Clarissa pegada a sus talones. La cripta era pequeña. Un cirio era suficiente para iluminarla por completo. Los muros laterales eran lisos, pero ellos incidieron sus miradas en el que tenía enfrente. Mostraba la forma de dos nichos llenos, otros tres vacíos, esperando, y un leve parche de piedras recientes y cemento blanco.
Raymond dejó su cirio en el suelo y corrió hacia la reciente obra, buscando al mismo tiempo una navaja en su bolsillo. Clarissa pasó sus uñas por el cemento aún húmedo.

- Afortunadamente, podremos hacer palanca en esta piedra –murmuró Raymond, en medio de sus esfuerzos.

Apretó con los dedos en el borde. La piedra se aflojó y al segundo intento cayó a sus pies con un sordo rumor.
Pero hubo otro rumor en la cripta. Ambos jóvenes se volvieron en redondo para contemplar los inexpresivos ojos de seis monjes.

Por la mañana, sólo quedaba un nicho vacío, esperando.

CUENTOS DE AREQUIPA, PERU Y EL MUNDO

EL ANGEL CAIDO


Por: Pablo Nicoli Segura (arequipeño).

El lugar, hasta donde alcanzaba la mirada, era desmesurado, pavoroso, irreal. Allí reinaba el fuego, las aguas malolientes y las mareas pintadas de sangre. En medio de toda esta atmósfera perturbadora se alzaba una indescifrable criatura que el tiempo había ido transformando hasta convertirla en una imposibilidad de la imaginación; en un ser mítico, casi en Dios: Lucifer, que a pesar de todo el dolor y los gritos de millares de almas condenadas que allí se retorcían y vociferaban de dolor, parecía, en esos momentos, sentirse sólo, cansado y sin más inspiración para hacer el mal.

Se habían sucedido pocos siglos de historia humana -aquella en la cual todavía no se vislumbraba el cristianismo-, desde que el Príncipe de las Tinieblas había sido expulsado, arrojado violentamente del cielo al gran abismo dentro del cual moraría por siempre. Mientras acomodaba sus ásperas alas y se daba vuelta para observar mejor su reino diabólico, recordó todo lo que alguna vez había poseído y que -por sus actos de maldad-, había perdido irremediablemente: belleza, dicha, comunión, y sobre todo, el inconmensurable amor de Dios. Había sido alguna vez el más noble de los ángeles, el ser más resplandeciente y perfecto –El Lucero de la mañana-, ahora era todo lo contrario. Su luz se había extinguido y había sido tornada en oscuridad; su belleza, por una fealdad que inclusive aterrorizaba a sus más fieles servidores. Nunca antes desde el castigo recibido por el Señor, había sentido la necesidad de un nuevo amanecer. Mantenía una desapacible sensación de vacío dentro del alma; deseaba sentirse amado por su hacedor, por el resto de los ángeles.
Reflexionó que las criaturas espirituales más insignificantes de la creación -los mortales-, recibían el amor de Dios en abundancia, casi sin hacer nada por merecerlo; que suerte tenían y que despreciables se hacían ante sus ojos y su linaje. Recordó la ocasión en la que Dios le mostró al primer hombre: Adán, y le dijo que se inclinara ante la reciente creación. ¿Cómo puede inclinarse el Hijo de fuego ante el Hijo de barro? –respondió El Portador de la Luz-, además cuando Dios creó a los ángeles les había mandado que no se arrodillaran ante nadie más que no fuera El Creador...

Observó a su alrededor, dentro de las aguas ardientes, a algunos condenados que por un deseo mundano, le habían vendido alguna vez el alma y pensó que si a él, Dios le pudiera conceder un “deseo”, este sería el de volver al principio; tener una nueva oportunidad para ser Luzbel, el Portador de la Luz. ¿O es que acaso por tratarse de Satán no podía ser perdonado por Dios? ¿No era el Señor todo misericordia? Meditó largamente la idea y al final se dio cuenta que algo bullía dentro de su ser. ¿Sería que estaba arrepentido de haberse revelado contra Yahvéh? ¿Era acaso posible alcanzar el perdón?
Desplegó sus enormes alas y por primera vez en cientos de años, posó sus largas pezuñas por sobre un mar de cabezas sumidas en el fango, y tomando cada vez mayor impulso, alzó vuelo, ante la mirada atónita de miles de legiones demoníacas, que finalmente, le vieron hacerse un punto imperceptible camino al Cielo. Cuando llegó a las puertas del Reino Celestial -al primer Cielo, el que guarda Gabriel-, pidió audiencia con Dios; ya antes lo había hecho, cuando le propuso probar la fe de Job; pero ahora todo era diferente; no se trataba de hacer mayor mal del que ya había logrado impregnar en los hombres; ahora sólo deseaba ser perdonado y hallarse ante la presencia del Supremo Hacedor; de su inmenso amor. Cuando Yahvéh fue advertido de la visita de Satán, dejó por un momento el cielo y sus cuidados y se apresuró a descender desde su mansión y recibir al ángel caído; claro está que el Creador sabía de antemano que esta visita tendría lugar; pero es conveniente que todo ocurra como está escrito en los Libros Celestiales. Una vez Lucifer sintió todo el poder y la perfección que emana del Espíritu Divino se arrojó penitente ante él y se arrepintió de corazón diciendo: ¡Padre, he pecado contra el Cielo y contra Ti! ¡No soy digno de ser llamado hijo tuyo; más te suplico me perdones! El Padre, cuya esencia era dada a la misericordia, abrazó al Hijo que muerto estaba y que había resucitado a la vida, que había sido dado por perdido y que finalmente había sido encontrado y lo vistió con las mejores prendas celestiales e invitó a los demás ángeles para que recibieran a su hermano y lo reconfortaran, y el Cielo resplandeció de regocijo.

Un arcángel al ver todo lo sucedido se enojó en grado sumo. ¡Cómo era posible -se dijo-, que el demonio, el cual había desperdigado toda la maldad en la tierra, que había maldecido muchas veces el nombre de Dios y había condenado a la tercera parte de los ángeles al abismo, ahora, con un sencillo retornar y arrodillarse volvía a conseguir la posición privilegiada de ángel e Hijo del Señor. ¿Era esto justo, posible? ¿Y qué pasaría con toda la perversidad desperdigada por el mundo, con la ruina de los hombres y de las naciones?

Cuando Luzbel, ahora purificado por el perdón, ocupó su lugar en el Cielo y conoció el malestar que había causado con su regreso a uno de sus hermanos; hubo de reconocer que éste tenía la razón de su parte y que sólo había una forma de redimirse, de limpiar sus pecados, de salvar a aquellos que había condenado a la pobreza, la infelicidad y la muerte espiritual. En su nueva condición angelical ya no podía ejercer autoridad contra las legiones infernales que aún reinaban en las profundidades; no obstante podía cumplir una misión, “esto si Dios se lo permitía” y le daba la oportunidad de bajar a la tierra, nacer como hombre, predicar la verdad divina y morir clavado en una cruz para la redención del mundo. “Y Dios lo permitió” y envió al mundo a su hijo bien amado, de nombre Jesús.



PREMIO ASOC. CULTURAL MINOTAURO. AQP

CUENTOS DE AREQUIPA, PERU Y DEL MUNDO

LA CARETA

Por: Julio Ramón Ribeyro.

Prendidos de las rejas, Juan observaba el baile de máscaras que se daba en la casa del Marqués de Osin. Era la fiesta de la Risa, y todos habían acudido con unas caretas cómicas donde la boca enorme formaba una media luna entre las orejas desmesuradas. Juan hubiera querido entrar, pero las tiendas del pueblo se habían cerrado y no tenían dónde comprar una careta, no era hábil para fabricársela. En vano tocó las puertas de sus conocidos buscando una prestada, porque todos habían ido a la fiesta con ella, y las casas estaban vacías de personas y de caretas. Las danzas, las serpentinas, el tintineo de las copas, lo hacían temblar de emoción y regularmente, un mozo pasaba por su lado obstruyendo la visión, más elegante que un canciller, con una bandeja enorme donde humeaban manjares.
Por fin ocurriósele una idea. Fue a casa y untó su rostro con bermellón. Púsose su dominó y frente al espejo ensayó la más grande de sus sonrisas. El efecto era esplendido y quedó sorprendido del aspecto enmascarado que había asumido. Así fue corriendo hasta la casa del Marqués y tocó la puerta. Los ujieres al verlo hiciéronle una reverencia, y lo dejaron pasar con grandes atenciones.
Juan comenzó a divertirse a su gusto pues nadie se había percatado de su estratagema. Bailó la polea y el vals vienés, bebió champagne como un novio, hasta que los músculos de la cara comenzaron a flaquearle, pues esa risa fingida era insostenible. A veces se retiraba al baño, y a escondidas, retomaba su antiguo semblante, pero cuando alguien entraba tenía que volver a reír, y así la fiesta interminable iba haciéndose torturante. La única solución que se le ofrecía era retirarse y haciendo un último esfuerzo se dirigió hacia la puerta, sonriéndole a los porteros. Pero uno de ellos lo detuvo.
- No se puede salir, señor.
- Estoy ya cansado.
- Son órdenes del Marqués. Nadie sale hasta el alba.

Juan regresó al centro de la fiesta, y siguió bailando, esperando que amaneciera. Sentía la cara dura, agarrotada, como si fuera de palo. Pero el tiempo fue transcurriendo, y un rosicler hermoso apareció en el cielo. Por un momento la orquesta silenció sus instrumentos, y el Marqués subió a un estrado.
- ¡Señores! –dijo-. ¡Ya va a concluir la fiesta! Dentro de un momento daré la señal y todos ustedes han de quitarse la máscara. La risa debe terminar con el primer rayo de sol. La mejor máscara será premiada con un lebrel de mi perrera.

Juan se retiró hasta las escaleras y se cogió el rostro con ambas manos. La risa se le había estratificado y por más que se palmeó los carrillos y se tiró de los labios, no podía arrancarla.

- ¡Señores! –gritó el Marqués-. ¡Ya es hora!

Todos comenzaron, entonces, a despojarse de las caretas, y rostros agrios, juguetones, melancólicos, y monstruosos aparecieron bajo ellas. Juan quiso escabullirse pero algunos de los concurrentes lo divisaron.
- ¡Allí hay uno que no se ha quitado la careta! –gritaron, y a pesar de que corrió hasta la reja, fue alcanzado por los ujieres. Éstos lo condujeron donde el Marqués.
- ¡Es usted un insolente! –dijo-. ¿No ve que ya es hora de ponerse serio? -y dirigiéndose a la concurrencia, exclamó-: ¡A este rebelde quítenle todos la careta!

Juan, forcejeando, logró desprenderse de los ujieres, pero todos los concurrentes lo rodearon, y pronto cayó en tierra, siendo aplastado por ellos. Intentó librarse pero todo fue inútil. Sintió que le palpaban el rostro, que le tiraban de las orejas. –“¡Qué pegada está!” –murmuraban; hasta que alguien dijo: -“¡Yo sé cómo quitársela!”.

Juan comenzó a reírse de veras porque, de pronto, todo le pareció un juego comiquísimo. Hasta que sintió un instrumento cortante que le tajaba la frente y le corría por la sien. Toda precaución fue tardía. Antes de que pudiera oponerse, sintió que le arrancaban la piel de un solo tirón.
- ¡Ya está, ya está! –gritaron las voces, y lo dejaron abandonado, corriendo en tropel donde el Marqués.

Juan, tumbado sobre un macizo de flores, divisó a través de la sangre que le regaba los ojos, al Marqués que, tomando su piel entre sus manos, la miraba extrañado y decía:
- Esta es la mejor. ¡Dénle el premio a este muchacho!

Luego la arrojó por los aires, cayendo cerca de Juan. Éste alargó la mano para cogerla, pero los perros del Marqués se adelantaron y comenzaron a disputársela vorazmente.

Publicado en la Revista “Realidad”. Lima 1952.