jueves, 1 de febrero de 2007

CUENTOS DE AREQUIPA, PERU Y EL MUNDO

EL ANGEL CAIDO


Por: Pablo Nicoli Segura (arequipeño).

El lugar, hasta donde alcanzaba la mirada, era desmesurado, pavoroso, irreal. Allí reinaba el fuego, las aguas malolientes y las mareas pintadas de sangre. En medio de toda esta atmósfera perturbadora se alzaba una indescifrable criatura que el tiempo había ido transformando hasta convertirla en una imposibilidad de la imaginación; en un ser mítico, casi en Dios: Lucifer, que a pesar de todo el dolor y los gritos de millares de almas condenadas que allí se retorcían y vociferaban de dolor, parecía, en esos momentos, sentirse sólo, cansado y sin más inspiración para hacer el mal.

Se habían sucedido pocos siglos de historia humana -aquella en la cual todavía no se vislumbraba el cristianismo-, desde que el Príncipe de las Tinieblas había sido expulsado, arrojado violentamente del cielo al gran abismo dentro del cual moraría por siempre. Mientras acomodaba sus ásperas alas y se daba vuelta para observar mejor su reino diabólico, recordó todo lo que alguna vez había poseído y que -por sus actos de maldad-, había perdido irremediablemente: belleza, dicha, comunión, y sobre todo, el inconmensurable amor de Dios. Había sido alguna vez el más noble de los ángeles, el ser más resplandeciente y perfecto –El Lucero de la mañana-, ahora era todo lo contrario. Su luz se había extinguido y había sido tornada en oscuridad; su belleza, por una fealdad que inclusive aterrorizaba a sus más fieles servidores. Nunca antes desde el castigo recibido por el Señor, había sentido la necesidad de un nuevo amanecer. Mantenía una desapacible sensación de vacío dentro del alma; deseaba sentirse amado por su hacedor, por el resto de los ángeles.
Reflexionó que las criaturas espirituales más insignificantes de la creación -los mortales-, recibían el amor de Dios en abundancia, casi sin hacer nada por merecerlo; que suerte tenían y que despreciables se hacían ante sus ojos y su linaje. Recordó la ocasión en la que Dios le mostró al primer hombre: Adán, y le dijo que se inclinara ante la reciente creación. ¿Cómo puede inclinarse el Hijo de fuego ante el Hijo de barro? –respondió El Portador de la Luz-, además cuando Dios creó a los ángeles les había mandado que no se arrodillaran ante nadie más que no fuera El Creador...

Observó a su alrededor, dentro de las aguas ardientes, a algunos condenados que por un deseo mundano, le habían vendido alguna vez el alma y pensó que si a él, Dios le pudiera conceder un “deseo”, este sería el de volver al principio; tener una nueva oportunidad para ser Luzbel, el Portador de la Luz. ¿O es que acaso por tratarse de Satán no podía ser perdonado por Dios? ¿No era el Señor todo misericordia? Meditó largamente la idea y al final se dio cuenta que algo bullía dentro de su ser. ¿Sería que estaba arrepentido de haberse revelado contra Yahvéh? ¿Era acaso posible alcanzar el perdón?
Desplegó sus enormes alas y por primera vez en cientos de años, posó sus largas pezuñas por sobre un mar de cabezas sumidas en el fango, y tomando cada vez mayor impulso, alzó vuelo, ante la mirada atónita de miles de legiones demoníacas, que finalmente, le vieron hacerse un punto imperceptible camino al Cielo. Cuando llegó a las puertas del Reino Celestial -al primer Cielo, el que guarda Gabriel-, pidió audiencia con Dios; ya antes lo había hecho, cuando le propuso probar la fe de Job; pero ahora todo era diferente; no se trataba de hacer mayor mal del que ya había logrado impregnar en los hombres; ahora sólo deseaba ser perdonado y hallarse ante la presencia del Supremo Hacedor; de su inmenso amor. Cuando Yahvéh fue advertido de la visita de Satán, dejó por un momento el cielo y sus cuidados y se apresuró a descender desde su mansión y recibir al ángel caído; claro está que el Creador sabía de antemano que esta visita tendría lugar; pero es conveniente que todo ocurra como está escrito en los Libros Celestiales. Una vez Lucifer sintió todo el poder y la perfección que emana del Espíritu Divino se arrojó penitente ante él y se arrepintió de corazón diciendo: ¡Padre, he pecado contra el Cielo y contra Ti! ¡No soy digno de ser llamado hijo tuyo; más te suplico me perdones! El Padre, cuya esencia era dada a la misericordia, abrazó al Hijo que muerto estaba y que había resucitado a la vida, que había sido dado por perdido y que finalmente había sido encontrado y lo vistió con las mejores prendas celestiales e invitó a los demás ángeles para que recibieran a su hermano y lo reconfortaran, y el Cielo resplandeció de regocijo.

Un arcángel al ver todo lo sucedido se enojó en grado sumo. ¡Cómo era posible -se dijo-, que el demonio, el cual había desperdigado toda la maldad en la tierra, que había maldecido muchas veces el nombre de Dios y había condenado a la tercera parte de los ángeles al abismo, ahora, con un sencillo retornar y arrodillarse volvía a conseguir la posición privilegiada de ángel e Hijo del Señor. ¿Era esto justo, posible? ¿Y qué pasaría con toda la perversidad desperdigada por el mundo, con la ruina de los hombres y de las naciones?

Cuando Luzbel, ahora purificado por el perdón, ocupó su lugar en el Cielo y conoció el malestar que había causado con su regreso a uno de sus hermanos; hubo de reconocer que éste tenía la razón de su parte y que sólo había una forma de redimirse, de limpiar sus pecados, de salvar a aquellos que había condenado a la pobreza, la infelicidad y la muerte espiritual. En su nueva condición angelical ya no podía ejercer autoridad contra las legiones infernales que aún reinaban en las profundidades; no obstante podía cumplir una misión, “esto si Dios se lo permitía” y le daba la oportunidad de bajar a la tierra, nacer como hombre, predicar la verdad divina y morir clavado en una cruz para la redención del mundo. “Y Dios lo permitió” y envió al mundo a su hijo bien amado, de nombre Jesús.



PREMIO ASOC. CULTURAL MINOTAURO. AQP

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